Tos campamentos son pequeños afganistanes, calles de chozas de barro y zarzo, una puerta de madera cerrada con candado sobre la tierra seca, un revuelo de cabras, techos de madera que sobresalen de las paredes de tierra, un camino de polvo y mujeres que se escabullen a las habitaciones oscuras al ver a un extraño. En las escuelas, a las niñas se les enseña “Yak, du, se, char, panj, shash…”, coreando los números farsi desde debajo de una tienda.
A las Naciones Unidas les gustaría que todos ellos volvieran a casa, los 1,2 millones que hay en Pakistán. En el complejo de la ONU en Peshawar -con sus cuidados jardines y su aire acondicionado- llevan a cabo un programa de “repatriación” para enviar a los afganos “a casa”. Si viajan a Jalalabad o Kabul, les darán rupias, una manta y comida. Pero, ¿para qué se necesita un “programa” si todo va bien en Afganistán? No lo está, por supuesto, como bien sabe la ONU. Si los talibanes han proporcionado seguridad, han creado un estado sin gobierno, una teocracia sin nación. ¿Así que es una “sorpresa que todos estos afganos en miniatura hayan florecido a lo largo de la frontera con Pakistán?
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