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La captura de Saddam Hussein

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Tste fue el lugar donde el otrora temido y poderoso Saddam Hussein pasó sus últimos días de huida, una pobre e improvisada cocina y un simple catre y armario, mostrando las señales de la búsqueda de los soldados.

Había una especie de satisfacción, al estar dentro del último agujero de Saddam en la tierra. Hace siete meses, me senté en su trono presidencial de terciopelo rojo en el mayor de sus palacios de mármol. Y allí estaba yo ayer, bajando al húmedo, oscuro y gris interior de hormigón de su último refugio, el búnker enano enterrado junto al Tigris -de 2,5 x 2,5 metros- y tan cercano a una prisión subterránea como cualquiera de sus víctimas podría imaginar. En lugar de lámparas de araña, sólo había un ventilador de plástico barato conectado a un respiradero. Me vino a la mente Ozymandias. Al fin y al cabo, aquí era donde los sueños acababan convirtiéndose en polvo. Y hacía frío.

Tenía comida, por supuesto -latas de carne barata para el almuerzo y fruta fresca- y encontré sus últimos libros en una cabaña cercana: las obras filosóficas de Ibn Jaldún y las doctrinas religiosas -y pro chií- del teórico abasí Imam al-Shafei y un montón de volúmenes de poesía árabe. Había casetes de canciones árabes y algunos cuadros baratos de ovejas al atardecer y el Arca de Noé repleta de animales.

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