Wuando los británicos y los franceses iniciaron su histórica “entente cordiale” en 1904, pusieron fin a un siglo de desconfianza y animosidad. El gran acuerdo se basaba en el equilibrio de los respectivos intereses imperiales en África, Indochina y el Pacífico, en la contención de la incipiente amenaza de la Alemania guillermina y en la vaga conciencia de que las dos principales democracias de Europa occidental tenían más en común que lo que las dividía. A través de dos guerras mundiales y, finalmente, en una asociación más o menos armoniosa dentro de la UE, la alianza demostró ser extremadamente duradera. Luego llegó el Brexit…
Hoy en día, las cuestiones que están agriando las relaciones franco-británicas son más prosaicas: el pescado, los refugiados y las aguas residuales. Ya es bastante malo que las compañías de agua privatizadas de Gran Bretaña viertan aguas residuales sin tratar en los ríos y en las aguas de los balnearios populares. Eso es un asunto de dolor privado y de ira interna contra esas empresas y el gobierno que permitió que esta contaminación se produjera con tan poco castigo. Más vergonzoso es el hecho de que las aguas residuales hayan llegado a la costa norte de Francia. “El Canal de la Mancha y el Mar del Norte no son vertederos”, tuiteó la eurodiputada francesa Stéphanie Yon-Courtin. Los franceses no pueden hacer nada para proteger sus aguas territoriales contra este vertido maloliente, una amenaza para la salud marina y humana por igual. Francia se opone; pero aunque el gobierno británico quisiera hacer algo al respecto, es demasiado tarde.
Una de las consecuencias más desafortunadas de este actual gobierno “provisional” es que ni siquiera se pueden tomar medidas que producirían un dividendo político y diplomático inmediato, como prohibir el vertido de aguas residuales sin tratar de esta manera. El Primer Ministro está ocupado en otras cosas – parece que en su tiempo libre – y sus principales ministros están de vacaciones o haciendo campaña por el liderazgo, en su propio nombre o en el de los dos contendientes. Los franceses no son los únicos que miran con alarma la propia deriva del gobierno británico. Ciertamente, esto socava la afirmación de los Brexiteers de que el Reino Unido podrá perseguir normas medioambientales más estrictas fuera de la UE. La jocosa afirmación de Jacob Rees-Mogg de que los peces son más felices nadando en aguas británicas no parece tan divertida ahora.
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