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Los rostros del cártel de Sinaloa: Investigando la región de México gobernada por los señores de la droga más poderosos del mundo

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“Aparentemente, aquí no pasa nada”, dice el taxista mientras entra con cautela en la Avenida de los Insurgentes, se detiene en el Paseo Niños Héroes antes de llegar al Estadio Universitario y añade: “Lo mejor es esperar y no tocar el claxon”. El semáforo se mantiene en verde y ningún conductor se inmuta. “No sabes quién viene delante”, dice. Así se vive en la ciudad de Culiacán, Sinaloa. En una tensa calma. El crimen organizado ha inyectado una especie de “civismo del miedo” en los llamados “culichis”.

En contra de su fama, Culiacán no es una ciudad ruidosa ni agobiante; al menos no durante el día. Cuando sale el sol y el termómetro marca 31° C, los automovilistas no exceden el límite de velocidad, los jóvenes escuchan música regional mexicana pero no se atreven a poner un “narcocorrido” en los altavoces de sus motos; los camareros hacen las preguntas necesarias y no más, mientras que los vendedores ambulantes no se imponen insistentemente a los potenciales clientes. La Policía Estatal e incluso la Guardia Nacional patrullan la zona, pero por la noche todos desaparecen. Y vuelve la tensa calma.

El tiempo se mueve rápido en la capital y el Cártel de Sinaloa lo sabe. Comandado en gran parte por los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán e Ismael “El Mayo” Zambada, el Cártel de Sinaloa es la única organización en el estado que, durante décadas, ha cooptado a comunidades, autoridades y gran parte de la sierra de Sinaloa para llevar a cabo uno de los negocios más prósperos del hampa: el tráfico de drogas. La ciudad de Culiacán sirve para medir el pulso de lo que ocurre en otros municipios del estado, ya que es la que tiene el mayor índice delictivo.

Y no sólo eso. En los últimos años prevalece una extraña quietud. Es “la pax narca” o “la paz de las tumbas”. Una forma de ceder ante el crimen organizado sin la nula aplicación del poder del Estado; un “pacto no escrito” entre el gobierno estatal o federal y los barones de la droga, que termina por subcontratar el destino de los ciudadanos a la dinámica e intereses criminales de “Los Chapitos”, “Los Ninis”, “Los Minions”, “Los Ántrax”, “Los Mayitos”, “Los Guanitos” y otros grupos y células, todos pertenecientes al Cártel de Sinaloa y sus principales líderes.

La política anticrimen de “abrazos, no balazos” que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha repetido hasta la saciedad durante su campaña y en sus primeros tres años de gobierno, no sólo ha fracasado estrepitosamente, sino que la permanencia de este plan de acción es alarmante, pues no sólo pretende ser ignorado ante las grandes organizaciones criminales, sino que termina por doblegar su fuerza, fracturar su estructura y destruir su credibilidad. Ceder ante el poder del Cártel de Sinaloa o de cualquier crimen organizado transnacional para reducir la violencia es una salida en falso.

Cuando AMLO insiste en que “Sinaloa ya no es uno de los estados más violentos de México”, como lo hizo durante una visita de Estado a la ciudad de Mazatlán en marzo de 2021, no es por la ausencia de violencia, sino porque hay un exceso de ella. El crimen organizado controla prácticamente todo en la ciudad. Un mafioso no puede tomar un arma y extorsionar a los vendedores locales porque el “cobro de piso” no está permitido. Un desertor de una célula criminal no puede producir o traficar drogas de forma independiente sin el consentimiento de “El Mayo” Zambada o de los hijos de “El Chapo” Guzmán. Nadie mata, nadie viola, nadie roba. Nadie hace nada sin el conocimiento de “los de arriba”. Ellos tienen el poder. Ellos tienen el control.

Una de las tareas del Cártel de Sinaloa ha sido manipular a los ciudadanos a través de esta “paz ciega”. Viven bajo la opresión de una organización que los maneja a su antojo con despensas, con apoyos económicos manchados de sangre y hasta con la entrega de juguetes en el Día del Niño o en Navidad. Como si aspiraran a un cargo de elección popular, los delincuentes apelan con su propaganda criminal.

Bajo esta premisa, a muy pocos les sorprendió que el 17 de octubre de 2019, elementos del Cártel de Sinaloa fuertemente armados sitiaran la capital del estado para evitar que soldados del Ejército Mexicano se llevaran a Ovidio Guzmán López, uno de los hijos de “El Chapo” Guzmán, quien presumiblemente comanda gran parte del negocio de la organización que su padre fundó a principios de los años 90. La operación, que llamaron “Culiacanazo”, tuvo serias implicaciones políticas y envió un grave mensaje a la población: el Estado no puede ir contra el poder del narcotráfico, al menos no en Sinaloa.

A las pocas horas de iniciado el operativo, Ovidio Guzmán fueliberado. Al día siguiente, parecía que no había pasado nada en la ciudad. En junio de 2020, AMLO asumiría su responsabilidad en este hecho: “Ordené que se detuviera el operativo y que se liberara a ese presunto delincuente.” El poder de fuego de la organización criminal era superior al del Gobierno de México, pues se trataba de armas de muy alto calibre de fabricación militar estadounidense: Fusiles semiautomáticos Barrett M82, calibre 50, con un alcance efectivo de 1,2 kilómetros y una velocidad de 853 metros/segundo. Armas letales y potentes. Sicarios entrenados para matar o morir en el intento. Un espectáculo de terror.

Tres meses después del “Culiacanazo”, el Cártel de Sinaloa dio otra muestra del gran poder e influencia que tiene. El 25 de enero de 2020, a puerta cerrada en la Catedral de Culiacán, pistoleros de la organización custodiaron los primeros cuadros de la capital para la boda entre Alejandrina Giselle Guzmán Salazar, hija de “El Chapo” Guzmán; y Édgar Cázares, sobrino de Blanca Cázares, señalada por Estados Unidos como presunta operadora financiera de “El Mayo” Zambada. Por si la capacidad táctica y operativa no fuera suficiente, el Cártel de Sinaloa reveló que también cuenta con todo el apoyo y la complicidad de autoridades eclesiásticas, municipales y estatales. A cualquier costo.

Antes de bajar del vehículo, el taxista hace una última recomendación: “Es mejor que guardes la cámara y pidas permiso”. Como si fuera un manual de supervivencia, repite: “Aparentemente, aquí no pasa nada… pero aquí pasa todo”. Mira por el retrovisor y se lleva la mano a la frente para secarse el sudor. Parece nervioso. “Si esa gente de atrás no viene contigo, ya le han dicho al ‘jefe’ que ha llegado un periodista más”. Un hombre asiente, invierto el gesto con un apretón de manos desde la distancia. Todos siguen su curso. Es 7 de febrero y el sol hace estragos en la ciudad, el termómetro está a punto de alcanzar los 31° C en Culiacán.

Jared Grant

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