Al cruzar los últimos -quizá los últimos- evacuados de las ruinas de Mariupol hacia la relativa seguridad de la Zaporizhia controlada por los ucranianos, hay angustia, alivio y resiliencia casi por igual. Algunos de los recién llegados tienen la energía necesaria para levantar los brazos en señal de triunfo y gritar Slava Ukraini (Gloria a Ucrania). La mayoría están callados. Unos pocos, sobrecogidos por la emoción, hablan con el mínimo detalle del infierno que han dejado atrás.
Hablan de las semanas que han pasado en la oscuridad en el laberinto de búnkeres bajo la inmensa planta siderúrgica de Azovstal, de los riesgos mortales de aventurarse en la superficie, incluso durante unos minutos, hacia la luz y el aire. Y hablaban de amigos y familiares desaparecidos para siempre, de sus vidas -largas o cortas- cortadas aparentemente al azar. Y cuando se escuchaban estos relatos escuetos y prácticos, no se podía más que maravillarse de la tranquila aceptación de los oradores de lo que había sucedido, y de la sensación de algo parecido a la gratitud por el mero hecho de estar vivo.
Lo peor, probablemente, no lo contaron y quizás nunca lo harán. Uno de los rasgos más extraordinarios de la guerra es el modo en que, una vez pasados los horrores, tantas personas parecen capaces de retomar sus vidas y seguir adelante, sin mencionar nunca la barbarie y las privaciones que han sufrido.
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