Ana Estrada había descansado sus pulmones durante días en previsión de este momento. Ahora yacía en la cama con su ordenador portátil abierto, frente a las personas que decidirían si se le permitiría legalmente poner fin a su vida.
Simplemente respirando por sí misma, desconectada de su ventilador, se sentía como si estuviera corriendo una maratón. Hoy tendría que hablar, responder a las preguntas de un panel de jueces durante dos horas con el tubo en su tráquea cerrado.
Estrada, escritora, poeta y psicóloga de 45 años con una enfermedad muscular progresiva, lucha por el derecho a morir por eutanasia.
Durante tres décadas, ha luchado contra la polimiositis, una enfermedad que le ha arrebatado lentamente la capacidad de caminar, de mover los brazos y de respirar por sí misma durante más de unas horas al día. El año pasado, un tribunal constitucional de Lima falló a su favor, convirtiéndola en la primera y única persona a la que se le ha concedido una excepción a la prohibición nacional de la eutanasia, un hecho sorprendente en un país de mayoría católica en el que un médico puede ser condenado a tres años de prisión por administrar la eutanasia, y en el que el aborto electivo y el matrimonio entre personas del mismo sexo siguen siendo ilegales.
La decisión estaba ahora ante la Corte Suprema de Justicia de Perú para una revisión final, y esta audiencia a mediados de enero sería la última oportunidad de Estrada para hablar por sí misma antes de que los jueces decidieran.
Le harían preguntas que ha escuchado muchas veces en los cuatro años que lleva en su cruzada: ¿No hay otros tratamientos médicos a los que pueda recurrir? Si había llegado hasta aquí, a lo largo de 45 años y de una exitosa carrera, ¿por qué rendirse?
“¿Por qué rendirse ahora”, le preguntó un juez, “y no seguir con esta lucha?”.
Con la cabeza apoyada en la almohada, Estrada sonrió ligeramente mientras explicaba, de nuevo, lo que tanta gente sigue sin entender: en realidad no quiere morir.
Estrada siempre había soñado con vivir sola.
De niña, no le interesaba casarse ni tener hijos. Al crecer en una familia católica conservadora y asistir a un instituto dirigido por monjas, estaba cansada de que le impusieran valores o expectativas. Quería ser independiente, viajar, vivir en su propio apartamento.
Entonces empezó a caer. Empezó a sentir debilidad por todo el cuerpo y a los 14 años le diagnosticaron polimiositis. A finales del instituto, los tratamientos le provocaron hinchazón y cayó en una depresión. Se apartó de sus amigos y temía que su novio, su primer amor, la viera. A los 20 años empezó a utilizar una silla de ruedas: sus compañeros la ayudaban a empujarla por el campus universitario. Cuando se graduó, necesitaba un asistente.
La última vez que Estrada se duchó sola fue hace más de dos décadas. Sólo podía usar la mano derecha para lavarse el pelo, así que se frotaba el otro lado de la cabeza contra la pared, con las lágrimas cayendo por la cara. Después de caerse y torcerse un tobillo, nunca más volvió a ducharse sin ayuda, escribía en un blog: “Y nunca más pude sentir la textura de mi propia piel”.
Pero mientras su cuerpo fallaba, sus estudios de psicología le hicieron darse cuenta de lo mucho que aún era capaz de hacer. Empezó a trabajar en una clínica de psicoanálisis y alquiló un apartamento a la vuelta de la esquina, viviendo con su enfermera a tiempo completo y su gato. Con el tiempo, ahorró el dinero suficiente para comprar un apartamento a una cuadra del mar, en el lujoso barrio de Miraflores, en Lima.
Luego, en 2015, las complicaciones de la neumonía la enviaron a la UCI. Estuvo entubada durante seis meses. La poca independencia que le quedaba le fue arrebatada. Empezó a depender de un ventilador, una sonda de alimentación y la asistencia de un equipo de enfermeras las 24 horas del día. Dejó su trabajo y dio a su gato en adopción. Sus padres se mudaron con ella.
Al año siguiente volvió a la UCI durante un mes.
Fue entonces cuando empezó a considerar la eutanasia. El tiempo que pasó en la UCI le enseñó lo que era querer morir -suplicar morir- y juró no volver a llegar a ese punto. Si el sufrimiento era demasiado intenso, quería saber que tenía una salida. Si tenía ese derecho, pensó, tal vez nunca tuviera que usarlo.
“Lo que pido es tener el poder y el control, y que mi vida me pertenezca a mí, no al Estado”, dijo. “Eso es lo que significa ser libre. Es vivir sin miedo”.
Empezó a considerar sus opciones. Si llegaba al punto de querer la eutanasia, se daba cuenta de quetendría que someterse a un procedimiento clandestino o viajar a uno de los siete países del mundo donde la práctica es legal. El viaje requeriría el apoyo de un miembro de la familia, y a ella le aterrorizaba que sus seres queridos pudieran enfrentarse a penas de prisión si les pillaban.
En 2019, lanzó su blog sobre su búsqueda de la “muerte digna”, y se encontró con una defensora de la causa. Comenzó a trabajar con un abogado para llevar su caso a los tribunales. Con la Defensoría del Pueblo de Perú, presentó una demanda que buscaba impedir que el gobierno aplicara la prohibición de la eutanasia en Perú en su caso. En una decisión histórica, un tribunal de Lima falló a su favor. Pero quizás lo más destacable fue lo que ocurrió después: los tres organismos gubernamentales implicados en el caso decidieron no apelar.
Muchos países latinoamericanos están transformando sus leyes en materia social en medio de una creciente ambivalencia sobre la influencia de la Iglesia Católica en la región. En Colombia, un improbable pionero en el derecho a la eutanasia, el procedimiento está reconocido desde 1997, y un tribunal dictaminó el año pasado que podía extenderse a pacientes con pronóstico no terminal. Los legisladores de Uruguay, Chile y Argentina han propuesto leyes que permiten el acceso a la eutanasia.
Pero Estrada esperará un año para que la Corte Suprema se ocupe de su caso.
Si el tribunal confirma el fallo de la corte inferior, la decisión podría ser limitada, aplicándose sólo a ella y sin crear un precedente legal vinculante para otros que busquen la eutanasia en el país.
Y mientras esperaba la luz verde definitiva, le llovían los mensajes en las redes sociales diciéndole que “debería morirse ya”.
Los críticos la atacaron por vacunarse contra el coronavirus y votar en las elecciones presidenciales de Perú, si de todas formas iba a morir pronto. Un candidato presidencial, refiriéndose a su caso, se preguntó por qué el Estado debía intervenir.
“Si quieres matarte”, dijo, “sólo tienes que subir a un edificio y tirarte”.
En la terraza de su apartamento, Estrada estaba sentada en su silla de ruedas, con un pañuelo verde por el derecho al aborto atado al reposabrazos. Esta es su habitación favorita, donde puede estar rodeada de plantas y cuadros de pájaros y escuchar los sonidos de la gente de fuera. En el soporte de su portátil había una pegatina de una mujer desnuda y las palabras: “Fan de mi cuerpo”.
Se unió a una reunión de Zoom y vio las caras de amigos de Nueva York, Argentina y Venezuela, compañeros de un taller de escritura virtual que empezó a cursar durante la pandemia. El taller había dado a Estrada una nueva identidad, ya no la de una psicóloga en activo o la de una simple activista de la eutanasia. Era una escritora.
El profesor pidió a los alumnos que se tomaran 10 minutos para escribir unas líneas sobre un recuerdo del verano. Estrada escuchó una canción del artista cubano Silvio Rodríguez y trató de concentrarse.
Apoyó el dedo índice en el ratón y utilizó el cursor para elegir cada letra de un teclado en la pantalla.
Pensó en aquellos últimos veranos en los que aún podía adentrarse en el mar. Había sentido que se debilitaba, que las olas chocaban contra ella, que los dedos de los pies se enroscaban en las piedras de la arena mientras intentaba no caerse.
Sus compañeros se turnaron para leer sus líneas y luego criticarlas juntos. Mientras compartían sus pasajes, Estrada seguía fijándose en el suyo, borrando palabras y añadiendo otras nuevas.
La clase se alargó más de lo habitual y Estrada se cansó. Su enfermera la trasladó a la cama y la conectó al respirador. Cuando le tocó el turno, Estrada pidió a una compañera que le leyera las frases.
Su cuerpo se había deteriorado desde que empezó la clase. Le resultaba más difícil hablar y respirar por sí misma. Sólo podía usar su voz brevemente cada pocos días; ahora se comunicaba principalmente con palabras en voz alta. Pero aún podía escribir. Mientras tenía fuerza en el dedo índice derecho, podía escribir.
Las líneas que enviaba a su compañera de clase eran totalmente diferentes a las que había empezado, un recuerdo de la niebla de su infancia en Lima que amaba y resentía a la vez.
Estrada se dijo a sí misma que debía ser paciente mientras escuchaba la pregunta del juez. Él la había felicitado por sus logros, pero también le había preguntado por qué se rendía. Para Estrada, nada de esta campaña de cuatro años se parecía a una renuncia.
“No se trata de rendirse”, respondió al juez, con su respiración audible entre frases. “No es que haya dejado de valorar la vida. Al contrario”.
Estrada pedíaeste derecho porque sabía lo que era vivir de verdad, ayudar a un paciente de terapia a resolver un reto, quedarse hasta tarde bebiendo con los amigos, pasar sus cumpleaños de vacaciones en la playa. Y sabía lo que era perder todo eso.
“No les pido que me dejen morir”, dijo a los jueces. “Les pido mi derecho a elegir cuándo quiero morir”.
El juez le preguntó qué pasaría si continuaba con los cuidados paliativos, aliviando el dolor a medida que su estado avanzaba. En algún momento, respondió Estrada, eso significaría que simplemente estaría sedada.
“Y me pregunto: ‘¿Es una muerte digna para mí? ¿Estaría dormida durante cuántos años… produciendo úlceras en mi cuerpo, con mi familia teniendo que verme sufrir así?”.
“Entonces, ¿lo que usted pide, de alguna manera, tiene que ver con el sufrimiento emocional más que con el sufrimiento físico?”, preguntó el juez.
“Se trata de la dignidad”, dijo Estrada.
Estrada recordó algo que les decía a los nuevos pacientes en la terapia. Muchos de ellos la veían en una silla de ruedas y dudaban en hablar de sus luchas, porque sentían que no eran nada comparadas con las de Estrada. Ella decía que el sufrimiento no se puede medir: “Las limitaciones no son sólo físicas”.
Podrían pasar semanas, o incluso meses, antes de que los jueces decidieran su caso. Estrada no tenía prisa.
Cuando presentó su demanda en 2019, predijo que sólo querría vivir dos años más. Ahora, había dejado de ponerle fecha. No sabía cuántos años más elegiría para seguir viviendo. Podría seguir escribiendo, podría seguir creando y aprendiendo y hablando por sí misma. Pero sabía que cada una de esas cosas se volvería más difícil.
“Llegará un momento en que no podré resistirlo”, dijo al juez.
Ahora, tumbada en la cama, con su enfermera dándole café con una cuchara, Estrada formula una pregunta: ¿pueden salir a tomar el aire?
La enfermera, Gris Sandoval Damián, la ayuda a subir a su silla de ruedas y le pone sus zapatillas blancas. Fuera, se encuentran con el hermano y el sobrino de Estrada. El niño le muestra un juguete de papel que acaba de hacer.
Sandoval indica al conductor de un coche que se detenga mientras Estrada cruza la calle en su silla de ruedas eléctrica de camino al malecón de Miraflores, una explanada con vistas al océano. El calor del verano ha refrescado en la tarde. Las parejas llenan la explanada cogidas de la mano. Los niños se suben a los juegos infantiles. Los adolescentes pasan a toda velocidad en monopatín.
Cuando Estrada y Sandoval llegan al Malecón, una joven se acerca y les pide una foto.
“Siempre te leo y estudio derecho”, dice. “Te admiro mucho, Ana”.
Estrada, sin poder decir mucho, se limita a sonreír y a posar para la fotografía. La joven dice que es de Cuzco. A Estrada no se le escapa que su caso es seguido por una estudiante de derecho del otro lado del país. La eutanasia apenas se discutía en Perú hace unos años.
Sandoval toma una foto del hombro de Estrada para que pueda ver el tatuaje donde sus ojos no llegan. La enfermera sabe lo mucho que significa para Estrada recordar su aspecto en los lugares que ya no puede ver. Encontrar la belleza en lo que todavía puede.
“Mira, Anita, tu pájaro”, dice la enfermera.
Estrada y su enfermera se quedan hablando durante más de una hora, bien entrada la noche, Sandoval lee fácilmente los labios de Estrada tras años de práctica.
Los músculos de Estrada se tensan cuanto más tiempo permanece fuera, respirando sin el respirador. Pero vale la pena aguantar.
The Washington Post
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