An el Holland Pop Festival de Rotterdam, en junio de 1970, se reunieron 150.000 civiles para asistir a tres días de actuaciones de Pink Floyd, Jefferson Airplane, The Byrds y Mungo Jerry. Apodado el “Woodstock holandés”, también se considera el punto a partir del cual las autoridades de los Países Bajos comenzaron a establecer una tolerancia hacia el cannabis. La droga, que era fumada abiertamente por los asistentes al festival, fue observada por agentes de policía vestidos de civil como una droga que no parecía causar ningún comportamiento especialmente preocupante o perturbador.
Por lo tanto, se decidió que, aunque el gobierno no llegaría a legalizar el cannabis, se toleraría una pequeña cantidad para uso recreativo, que podría comprarse en minoristas específicos, los ahora famosos coffeeshops. En gran parte, se trataba de controlar el consumo de cannabis en lugar de empujarlo a la clandestinidad, donde se correría el riesgo de que se convirtiera en una puerta de entrada a drogas más perjudiciales.
Podría decirse que han tenido cierto éxito en este frente: en el informe de 2019 del Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías (OEDT), en 2017 se produjeron 262 muertes por sobredosis en los Países Bajos, lo que equivale a 22 muertes por millón, la media europea. En Inglaterra y Gales, en el mismo año, hubo 3.756 muertes relacionadas con las drogas, lo que equivale a 66,1 por millón. En 2020, esta cifra había aumentado a 4.561 y 79,5 por millón, respectivamente. Unas cifras asombrosas, pero que quizá no sorprendan si tenemos en cuenta que, en su informe de 2015, el OEDT constató que los británicos consumían más drogas que cualquier otro país europeo.
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