Ta crisis del coste de la vida lleva inevitablemente la atención al extremo: aquellos que se enfrentan a la dura elección entre comer y calentarse, o renunciar a su propia cena para asegurarse de que sus hijos tienen comida.
Recuerdo una lamentable instantánea reciente en un aislado pueblo escocés, donde los residentes luchaban por calentar sus hogares, sus vidas consumidas por la última lectura de los contadores de gas de pago. Una mujer, con su aliento visible en el aire helado de su habitación delantera, se pasó la noche añadiendo capas de ropa a intervalos establecidos, retrasando las más cálidas hasta el final para intentar sacar provecho hasta que, para su alivio, llegó la hora de irse a la cama.
A unos 650 kilómetros de distancia, en un salón de té de Arundel, ciudad comercial de Sussex Occidental, pensionistas adinerados y familias jóvenes curioseaban por las tiendas de antigüedades y elegían dónde almorzar. Al menos en la superficie, la presión sobre la vida puede ser menos aguda, pero se trata de un problema de gran alcance, e incluso aquí los efectos se filtran de manera más oblicua, con algunos proveedores de servicios potencialmente sonámbulos en una crisis propia.
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