Wuando Occidente habló de librar una guerra económica contra Rusia en las últimas semanas, fue fácil desestimar la retórica, sobre todo cuando Gran Bretaña -por poner un ejemplo- presentó inicialmente un flojo paquete de sanciones. Las mendaces bravatas de Boris Johnson sobre estar “a la vanguardia” y mantenerse firme con Ucrania fueron reconocidas como tales.
Sin embargo, Johnson no fue el único que se golpeó el pecho. La dependencia europea, y en particular la alemana, del gas ruso parecía que podría evitarle a Rusia lo peor, preservando su pertenencia a SWIFT, una parte clave del sistema de pagos internacional, entre otras cosas. Con el banco central de Rusia, que ha acumulado un formidable arsenal de divisas, parecía que sería capaz de sobrellevar cualquier dolor limitado relacionado con las sanciones.
Pero a medida que la artillería rusa seguía atacando a Ucrania, se activó un interruptor. El descaro mostrado exigía una respuesta, entre otras cosas porque en la mente de los Estados de la primera línea de fuego se planteaba una pregunta incómoda: “¿Quién es el siguiente?”. Los países más alejados se enfrentaron a una pregunta diferente, pero no menos incómoda: “¿Qué hacemos si esto es sólo la primera ficha de dominó?”. Esas preguntas, tanto como el horror que se desplegaba en las pantallas de televisión, convirtieron la retórica en algo real y la guerra fría económica en algo caliente.
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