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Cualquiera que actualmente tiemble de miedo ante la posibilidad de que su puesto de trabajo sea sustituido de forma inminente por la inteligencia artificial se verá aliviado por la suave visión de un futuro lleno de androides que se presenta en Marjorie Prime. El dramaturgo afincado en Brooklyn Jordan Harrison escribió esta obra ligeramente distópica hace nueve años, antes de que el terroríficamente bueno software de IA de Chat GPT se desplegara con éxito para generar de todo, desde carteles de cine hasta sonetos y votos matrimoniales. En consecuencia, imagina un mundo en el que los androides son ayudantes imperfectos de los humanos, en lugar de siniestros señores. Para Dominic Dromgoole (antiguo director artístico del Shakespeare’s Globe y del Bush Theatre), se trata de una elección extraña y un tanto anticuada para su primera producción teatral en años. Aún así, ofrece una meditación reflexiva sobre el envejecimiento y la pérdida, aderezada con un poco de ciencia ficción espeluznante.
El último tango en Halifax La estrella Anne Reid es el corazón palpitante de este espectáculo en el papel de Marjorie, de 85 años: es maravillosamente mordaz, llena de vida y todo menos lamentable en su vida con demencia. Pero también tiene mucho por lo que alegrarse. Tiene a Walter (Richard Fleeshman) para refrescarle la memoria. Él es un “Prime”, o un preciso facsímil androide de su difunto marido, siempre con 30 años (se insinúa divertidamente que ella lo quería cuando estaba más bueno). Sus conversaciones surrealistas están llenas de humor accidental, fruto de su comprensión parcial de la psique humana: se bebe con sed las historias que le cuentan Marjorie y su familia, y luego las repite con una mezcla de ingenuidad y profundidad. “Era la mujer más guapa de la ciudad”, le dice, narrándole su vida como si fuera un cuento antes de dormir, antes de puntualizar añadiendo que “no era una ciudad muy grande”.
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