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Reseña de Rosalía, Lisboa: Un espectáculo maximalista y enérgico asegura su estatus de estrella

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¿Cómo se pone en escena un álbum como Motomami? Publicado en marzo, el álbum puso el pie en el acelerador en el camino de Rosalía hacia el estrellato internacional. Su tercer disco fue un triunfo sincrético: una combinación mercurial de reggaeton, bachata, salsa, flamenco, hip-hop, electro-pop, pop-pop, todo ello envuelto en una chaqueta de cuero acolchada. Arrasó en los Grammy Latinos de este año. Pero todas esas influencias: ¿cómo se fusionarían en un escenario cavernoso? Resulta sorprendente.

Rosalía llega al escenario del Campo Pequeno de Lisboa de forma adecuada, con su presencia precedida por el atronador sonido de un motor que se pone en marcha. El público sigue su ejemplo y se anima. Rosalía sale de un vehículo improvisado; es una cohorte de bailarinas vestidas con camisetas de malla y cascos luminosos que se mueven al unísono. En otro momento del espectáculo, se contorsionan en una motocicleta en la que Rosalía se sienta a horcajadas. Piensa en Transformers pero sexy. El conjunto se abre como el álbum, con “Saoko”. Es una introducción que hace temblar el cráneo, el interludio de avant-jazz, el piano distorsionado y la línea de bajo de sintetizador ponen de relieve la mutabilidad de su música y de la propia Rosalía. “Soy muy yo; me transformo”, declara. “Soy todo; me transformo”.

A lo largo de las dos horas de actuación, la presencia de Rosalía es inquebrantable. Domina el escenario con facilidad. Está en el movimiento de su pelo, el arco irónico de una ceja, el control encomiable de su twerking. (Se han hecho agujeros en las axilas de la chaqueta de cuero que lleva para permitir el máximo movimiento). Esa orden se hace literal en la sensual bachata pop “La Fama”. Los bailarines siguen a Rosalía como una mancha amorfa que los adora. Se arrodillan y la miran. Cuando ella se mueve, ellos se mueven. “Candy” es otra de sus canciones más lentas, una balada sobre un viejo amor con un ritmo de arco iris parpadeante que resulta aún más conmovedor en directo.

La energía nunca decae. Las canciones son como descargas eléctricas, ya sea en forma de rápidas sacudidas en el cerebro o de lentos zumbidos de energía. Los 10.000 espectadores cumplen felizmente su función de acompañamiento. “Ta-ra-rá, ta-ra-rá, ta-tá”, corean por turnos con la voz deformada de Roasalia en “Bizcochito”. Los acordes iniciales convocan un mar de teléfonos mientras los espectadores esperan capturar para sí lo que ya se ha convertido en un momento viral de TikTok. Rosalía está de pie, con la mano en la cadera, golpeando un chicle imaginario y mostrando una enorme e hilarante falta de impresión.

La escenografía minimalista contrasta brillantemente con su música maximalista. Una franja blanca recorre un escenario que, por lo demás, está desnudo; la escasez confiere un aire artístico a las actuaciones. De vez en cuando, esa franja proyecta un sencillo vídeo que recuerda a los salvapantallas de los años noventa. “Hentai”, por ejemplo, se interpreta con el telón de fondo de una puesta de sol sobre unas colinas verdes. No es que nadie esté mirando. Todas las miradas están puestas en Rosalía, que se sienta al piano. El instrumento aparece en el escenario en algún momento de “Diablo”. Ocupa el lugar de la silla de barbero en la que un maquillador acaba de retocar a la cantante, sentada y desplomada como un boxeador que va a entrar en el noveno asalto. En anteriores fechas de la gira, Rosalía se ha cortado el pelo en el escenario (Marina Abramovic, ¿quién?) pero esta noche, las tijeras están intactas.

“Hentai” es quizás la canción más sucia del álbum, pero se santifica gracias a la prístina soprano de Rosalía. Montar la “pistola” de un hombre nunca ha sonado tan recatado. Es difícil nombrar a una cantante actual con una voz tan interesante como la de Rosalía, que puede romper en el tipo de melisma en cascada que se escucha cada vez menos hoy en día. Cuando lo hace, como en “Dolerme”, el público se calla y la deja hacer. Tal vez por reverencia. Tal vez porque nadie más puede alcanzar esa maldita nota alta.

En un momento dado, Rosalía baja del escenario para saludar a sus fans. Las imágenes que se han reproducido durante toda la noche en las pantallas grandes se desordenan al pasar de la cámara de vídeo del escenario a la minicámara que Rosalía sostiene en sus brazos. De repente, tenemos una vista en primera persona mientras ella recoge amablemente osos de peluche y flores de la primera fila. Durante un minuto entero, la cámara mira más allá de la barbilla de Rosalía y su nariz. Durante otro minuto, sólo vemos la manga de su chaqueta de moto mientras abraza a un fan. Es íntimo y familiar: dos cosas que nunca se esperan de un espectáculo de gira mundial. Cuando Rosalía invita al escenario a un afortunado fan, éste hace lo único que le queda por hacer al acercarse a ella:arco.

Ya están a la venta las entradas para el “Motomami World Tour” de Rosalía. El espectáculo llega al O2 de Londres el 15 de diciembre

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