Ona vez, cuando acababa de llegar a casa del hacker Adam Laurie, me sorprendió utilizando un pulsómetro de corredor para desbloquear mi coche. En otra ocasión, aburrido en la habitación de un hotel, descubrió la manera de utilizar el sistema de pago por demanda de la televisión para acceder al ordenador del hotel, lo que le permitió controlar las reservas, el servicio de habitaciones y las cuentas de los clientes.
Luego, en el vestíbulo central del Palacio de Westminster, demostró cómo los mensajes, los contactos y las fotografías del teléfono de Norman Lamont, ex canciller del Tesoro, podían haber sido robados mientras el político paseaba.
A continuación -y podría decirse que es su golpe de gracia- Laurie demostró que el microchip del nuevo documento nacional de identidad del Ministerio del Interior -que se suponía que era la forma de identificación más segura jamás creada- podía ser pirateado, clonado y alterado a pesar de que se había gastado una cantidad rumoreada de 5.000 millones de libras en hacerlo inexpugnable. Eso fue en 2009; la tarjeta, que había sido una gran fuente de controversia, se desechó discretamente unos meses después.
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